miércoles, 16 de noviembre de 2011

ROBADO DE OTRO BLOG, (Contraplano de: Gustavo Provitina)


Este posteo es un pequeño homenaje a santiago que le hizo su  hermano de otra sangre, su amigo del alma, en su propio blog, el dia que se entero de la noticia. 

EN MI FACEBOOK LO RECOMENDE, PERO POR LAS DUDAS LO TOMO PRESTADO Y LO PONGO EN MI BLOG. 
NO SOLO PORQUE EL TEXTO ES DE UNA BELLEZA INCREIBLE, NI PORQUE GUSTAVO SEA UN TIPO DE PRIMERA QUE ME ADOPTO ENTRE LOS SUYOS EL MISMO DIA QUE ME CONOCIO, SINO PORQUE CREO QUE SERA LA UNICA VEZ QUE EN ESTE BLOG SE LEA ALGO TAN BIEN ESCRITO (LITERALMENTE HABLANDO) 
DE PASO LE VAMOS A HACER PUBICIDAD AL BLOG DE GUSTAVO, QUE, PARA QUIENES SON AMANTES DEL CINE O QUIEREN APRENDER COSAS INTERESANTES SOBRE CINE ES ALTAMENTE RECONDABLE. EL BLOG ES : http://contraplano71.blogspot.com/ 
POR ULTIMO EL POSTEO ES UN POCO LARGO. PERO LES JURO QUE VALE LA PENA. 
Besos. Alicia 


OCTUBRE 26, 2011

IMAGEN DE SANTIAGO

In memorian

Santiago, amigo mío


¿Estás ahí? Tan cerca de las reminiscencias, tan lejos de la confesión física de los abrazos, esa forma cariñosa de perderse en el otro para encontrarse. Te escribo. ¿Qué otra cosa podría hacer? En la genealogía de nuestra amistad está la tensión de la palabra escrita. Casi ha sido la vida para nosotros un manojo de lecturas interrumpidas. Interrumpidas por viajes profundos o circunstanciales, convalecencias del ánimo, urgencias inútiles, andares hueros. Hay una cartografía de la amistad que se ilumina con la muerte. Nada marca tanto la vida de los hombres como la muerte. No quería nombrarla para hablar de vos pero ella se nombra sola. Inventamos el tiempo para espiarla. Le pertenece cada instante, el que pasó y el próximo, como te pertenece toda la memoria de este día, el último de tu tiempo en este mundo. Cuando Alicia, esa maravilla de mujer con la que hiciste tus mejores días, me dijo que te habías ido a la hora en que la noche flota boca arriba como ese cuento de Cortázar que tanto te gustaba, pensé en lo mucho que te va a extrañar la madrugada. Siempre el Barba fue tema de adoración entre nosotros, desde la primera vez que hablamos ¡hace veinte años! en la puerta de la Facultad de Humanidades. ¿Te acordás? Dejamos ir en esa conversación los últimos restos de la adolescencia. ¿Hay memoria allá, tan alto, donde volás ahora como un espejo de humo? ¿Está Cortázar con su gato Theodor Adorno contándote cómo escribió ese cuento y aquél otro, “No se culpe a nadie”, que intentamos filmar una bochornosa tarde de verano, o “Lejana” que hiciste en el bosque con el entusiasmo ardiéndote en las manos? Mirar atrás nos deja solos. Tu imagen vive ahora en mi memoria. Lo que más detesto de ella, la implacable, la que nos vigila detrás de cada paso restregándose las manos (aunque no la veamos ahí está, esa es su gracia) es que nos obliga a hablar en pasado de lo que más queremos. El pasado siempre nombra a la Parca, todo el tiempo, sin el menor escrúpulo. La palabra que escribí recién ya le pertenece, y ahora también se llevó tu nombre y con él, a la rastra, la memoria de las horas que fuimos. Ahora nuestros veinte años de amistad son retazos, secuencias, jirones del tiempo, escenas recortadas al filo de todas las penumbras, postales soleadas para los días de lluvia. Un día me dijiste señalando la contratapa de un ejemplar de “La Maga” –otra vez Cortázar cerca de nosotros- “¡mirá lo que escribió García Márquez!”. Estábamos en la casita de mis viejos donde tus visitas eran siempre una romería. Llegaste esa tarde, como siempre, desembalando vivencias. Señalaste la foto de García Márquez con su mirada lerda y así, entre una bocanada de humo que te clareó el rostro, con tu sonrisa cómplice me acercaste a aquella frase. Estabas conmovido. Solamente él, Gabo podía escribir: “morir es no estar más con los amigos”. Nunca la olvido. Tampoco el día que me obsequiaste esa peculiar edición de “Cien años de soledad”, otro de los pilares de tu asombro. Hablar para nosotros fue, durante los primeros tiempos de nuestra amistad, tomar café con un fanatismo desbordante. No recuerdo haber tomado tanto café en mi vida, ni tan amargo, ni tan feo como en los años en que cursábamos la carrera de “Letras”. El aula que más frecuentábamos era el buffet. Allí hablábamos de las clases torrenciales de Hugo Cowes, de la novela que tenías a medio escribir, de mis primeros cuentos. Sorbiendo ese café como si fuera vidrio molido descubrimos que el tiempo no tenía medida para nuestra amistad. La bohemia de bolsillos flacos y horizontes gordos nos desviaba de las formalidades de la carrera para acercarnos a las verdades del silencio, a las primeras celadas del azar, a las promesas que desdora el tiempo. Entre una frase y otra venía un silencio que podía estallar en una ironía, un remate ingenioso, una observación a destiempo, una idea abierta al mundo. Bebiendo ese café “empetrolado”, como le decías, creamos una revista que duró unos pocos números: “El perro circular”. Por esas mesas, planteándole un atisbo de resistencia a la monotonía, desfilaban personajes inefables. Siempre admiré tu memoria para los nombres. Recuerdo algunos rostros fugaces enmarañados en el humo espeso de los cigarros que apurabas con la ansiedad a flor de labios. Entre un café y otro hicimos un programa de radio: “Cierra los ojos y escucha”. Me acuerdo que interrumpías tu incesante trabajo en el “Parque de Diversiones” de tu padre y cada lunes llegabas a La Plata, procedente de pueblos y ciudades distantes, con la ilusión de instalar tu mundo en los micrófonos de una radio humilde, perdida en el corazón de un barrio. Entre un cigarro y otro invadías de proyectos las palabras. Eras capaz de abrir un camino en el esternón despiadado de un muro. Quiero escribirte como antes, cuando sabía que estabas mirando el mundo enredado en las palabras. Nuestra amistad conoció todos los territorios posibles pero ahora recuerdo la vez que te visité un domingo de verano amarillo y húmedo. Fue esa temporada en que vivías en un cuarto de pensión de Caseros. Mi memoria recupera la tristeza de una calle interminable, con una retahíla de luces ocres, y gente paseando sin ganas. Las persianas de los negocios cerradas, el cielo mudando sus colores para recibir los entresijos de la noche, oficiaban de marco para una conversación que escrutaba la vida en sus ramificaciones más hondas. Nos despedimos, como era habitual, en una estación de trenes. Me fui pensando en esa manera que teníamos de remendar recuerdos cuando la añoranza nos rondaba. Disculpame la avalancha de imágenes, anduve así todo el día desde que Alicia, tu Alicia, me avisó que...No importa. Iba a entrar a dar una clase y ella me contó los últimos momentos. Mientras hablaba me acordé de la vez que nos encontramos en Retiro para esculpir el silencio con esas vivencias nuestras que nos parecían trascendentales. Casi te iba a preguntar si te acordabas. Fue un atardecer de otoño. Te confesé que los trenes se parecían cada vez más a la muerte. Ahora no sé por qué dije eso. De pronto vi un tren que partía hacia un horizonte pardo y se me figuró un cortejo fúnebre. ¡Qué torpe de mi parte fue decir eso! También esa tarde nos despedimos en un andén ceniciento y abandonado.





¿Qué voy a hacer ahora con esos años? ¿Qué voy a hacer ahora que estás en silencio flotando lejos? ¡Y yo que en mi petulancia juvenil creí alguna vez que Miguel Hernández exageraba en la “Elegía a Ramón Sijé” no puedo dejar de citar aquellos versos: “Quiero escarbar la tierra con los dientes,/ quiero apartar la tierra parte a parte/a dentelladas secas y calientes. / Quiero minar la tierra hasta encontrartey besarte la noble calavera/y desamordazarte y regresarte...” La vida de uno es también la vida de los otros, de los afectos, de aquellos que vemos cuando nos miramos. A veces pienso que la constancia de estos veinte años de amistad, sobre todo de aquellos días, seguían vivos gracias a la lumbre fiel de tu memoria. Siempre que nos veíamos -como perros viejos recuperando huesos remotos- desenterrábamos algún capítulo, algún nombre, alguna anécdota que se había llevado el tiempo. Después de esos encuentros me iba pensando: si no fuera por la memoria de Santiago cuántas cosas creería no haberlas vivido. Recobrarte con el pensamiento exige leer la historia de nuestra vieja amistad escrita al borde de las alcantarillas, en la urgencia azul de los ándenes, junto al barro tutelar de cada calle. Se abrevia la ciudad con esta ausencia tuya que quema el viento. ¿Cuál es el borde de un recuerdo? Hay imágenes que vuelven carcomidas por la distancia. Gestos, palabras inventadas, locuras de juventud, retornan medio ajadas, depreciadas por el recuerdo que gasta las cosas. ¿Te habías dado cuenta de eso? Los recuerdos se alimentan de las cosas, van horadando el fondo de la memoria, su alacena rebelde y loca. Tengo miedo de mirar atrás porque los recuerdos cambian las cosas de lugar. La memoria no tiene la culpa. Se lo hacen adrede para confundirla y disfrutar del fastidio que provoca esa desorientación de la añoranza. Mi abuelo también se apagó en Octubre. Todo olía a tilos, y había un viento pálido, igual que ahora. El dolor de los azahares, el perfume blanco de los jazmines sangraba en las paredes. Veo montoncitos de tristezas esparcidos por toda la ciudad. ¿Te acordás de algo allí en ese velo donde flotás ahora? ¿Te acordás cuando se acababa el paisaje de los trenes, las mil vueltas que le dábamos a la realidad para no ahogarnos, las confesiones de trasnoche, y los mates que cebaba mi abuela agregando unas motitas de campo al apuro de la ciudad despierta, y buscábamos refugio en las películas de Woody Allen, de Orson Welles, de Bergman, de Scorsese, de Kusturica, de Truffaut, de tantos otros? Hay escenas que gastamos de tanto pasarlas. ¿Cuántas veces vimos “Ed Wood” de Tim Burton? ¿Y aquella secuencia de “Misterioso asesinato en Mahattan” donde Woody Allen culmina diciendo: “no volveré a decir que el arte no imita a la vida”? Me niego a recordarte sin el diamante de esa risa que te iluminaba la cara como si hubieras sido el inventor de la gracia. Nadie conoció mejor que vos los trompicones metafísicos del Superagente 86. ¿Te dije alguna vez que a nada temía más que a tus preguntas? Si algunos miden la inteligencia de un hombre por la calidad de sus respuestas, yo me rindo ante la lucidez de las preguntas. Bastaba una sola pregunta tuya para que saliera el gusano oculto entre las instilaciones del alma. La última vez que nos vimos, en el hospital, me dijiste: “¿Sabés qué es lo que espero? Lo único que espero es cerrar los ojos tranquilo, y que del otro lado algo me sorprenda, que empiece un mundo nuevo”. ¿Sonará ese mundo insólito como esa versión de “Round midnight” en la guitarra de Baden Powell que escuché dentro de mí cuando nombraste el mar? Querías ir al mar por última vez. Ojalá fuera capaz de abrir un mar en el corazón de estas palabras para que pudieras sumergir tus ganas de seguir siendo desde lejos.
“Hay que seguir” dicen todos. ¿Seguir? ¿Adónde? ¿Acaso vamos a algún lugar? La vida es un ir a ninguna parte. Si seguir es alejarse elijo quedarme acá donde todavía es posible estar cerca. Te extraño hermanito. Si como decía Gabo “morir es no ver más a los amigos”, también yo empecé a morirme ayer, y me seguiré muriendo un poco cada día, toda vez que tu ausencia me palmeé el hombro con su silencio de arena y yo gire para preguntarte: ¿estás ahí?




Gustavo Provitina
La Plata, 25/ 10/ 2011

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